Irving Penn



Un flechazo puede ser tan instantáneo y eterno como el disparo de una cámara. Le sucedió a Irving Penn (1917-2009), cuando recibió el encargo de retratar a las doce bellezas más afamadas del momento. Entre ellas se encontraba la supermodelo sueca Lisa Fonssagrives, su futura esposa. “Justo cuando estaba a punto de hacer la foto, mi madre se puso de perfil. Creo que ese momento saltó la chispa”, recordaba hace unos años Tom Penn, el hijo de ambos, al respecto de la imagen de 1947 que sirvió de punto de partida a la pareja para su gran historia personal y creativa.
Se cita a Fonssagrives como una de las obras maestras de Penn, pero ella fue el catalizador del norteamericano cuando su experiencia en moda todavía se centraba en inmortalizar bolsos y naranjas con su Rolleiflex. “No sabía distinguir entre Balenciaga y un jugador de béisbol”, rememoró de aquella época el propio Penn en una entrevista para Vogue USA en 2007. “Fue una auténtica profesional y nada ofensiva al enseñarme”. En 1950, el mismo año en el que se casaron, ella posó para su objetivo con los diseños de los grandes couturiers, en aquel estudio ubicado en la calle Vaugirard de París. Esa sesión hoy nutre Irving Penn Centennial, la exposición con la que la Fundación MOP rinde homenaje en A Coruña a uno de los legados visuales más prolíficos del siglo XX. Podrá visitarse desde el 23 de noviembre al 1 de mayo de 2025, y sigue la estela de las muestras sobre Peter Lindbergh o Helmut Newton que la institución ha acogido en ediciones anteriores. El museo Metropolitano de Nueva York y la Fundación Irving Penn son los responsables de orquestar esta retrospectiva, que toma el mismo nombre de la que acogió el centro neoyorquino allá por 2017, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Penn. “Su trabajo consiste en algo más que capturar momentos; capta la esencia de sus sujetos y nos invita a ver el mundo de otra manera”, sostenía al respecto Marta Ortega, presidenta de MOP.
El perfeccionismo del norteamericano le precede. Su propio jefe en Condé Nast, el director de arte Alexander Liberman, lo describió en su autobiografía Passage como alguien con quien era difícil trabajar, algo que él mismo reconoció en The New York Times en 1991. “Podía ser terco, complicado, perverso, pero también paciente y amable.






Su manera de abordar la fotografía casi parece incompatible con el ritmo endiablado que mueve hoy la industria. Se tomaba su tiempo y solía plasmar sobre el papel la imagen exacta que luego quería captar. Para el estadounidense, fotografiar incluso un trozo de tarta podía ser arte. Sus bodegones tenían la minuciosidad de los artistas holandeses y la estilización de los cubistas. En realidad, Penn se involucraba en todo el proceso fotográfico como un pintor. Introdujo fondos iluminados con luces estroboscópicas y fue un artesano del cuarto oscuro, donde experimentó con el platino, el paladio y la impresión en gelatina de plata. Fue así como consiguió elevar sus instantáneas de basura a categoría de museo: “La belleza gráfica y fotográfica no son cualidades sorprendentes en su obra, pero explican estas virtudes con una riqueza, confianza y virtuosismo que no tienen parangón en sus trabajos anteriores”, sostuvo John Szarkowski, del MoMA de Nueva York, en la nota de prensa sobre su primera exposición monográfica que acogió el centro, en 1975. Se enfocó en sus Cigarettes, un porfolio que exploraba una temática específica, como hizo en sus estudios florales o las series de retratos de diferentes oficios que acabaron publicados en las distintas ediciones internacionales de Vogue.
Sus imágenes para la revista, cuyo efecto paralizante Liberman definió como stoppers, provocaron quejas en el pasado de editores como la legendaria Edna Woolman Chase. Dijo que sus fotos “quemaban la página”, y no especialmente como un cumplido. La prensa de arte especializada también criticó tanto sus bodegones de basura como los retratos de pueblos indígenas de Nueva Guinea o Perú, por fotografiarlos fuera de su contexto. “Para cada uno de nosotros, el estudio se convirtió en una especie de zona neutral”, escribió el fotógrafo en la introducción de Worlds in a Small Room, donde recopiló estas series etnográficas. “Sin palabras, solo a través de su postura y concentración, fueron capaces de decir mucho y salvar la brecha entre nuestros dos mundos”. Además, en sus manos se fundieron las fronteras tradicionales entre fotografía artística y publicitaria: sus trabajos comerciales fueron considerados demasiado artísticos, y los artísticos, demasiado comerciales. Para él, sus fotos para anunciantes como Clinique o Chanel eran “trabajo decente”, y les dedicó la misma intensidad que a las imágenes de belleza publicadas en Vogue.
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Una buena fotografía es aquella que comunica un hecho, toca el corazón y deja al espectador cambiado por haberla visto. Es, en una palabra, eficaz.